jueves, 22 de noviembre de 2012

Poesía sobre La conquista de América para Asamblea del descubrimiento de América


Los caballos de los conquistadores
José Santos Chocano


¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizones y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las seivas y los Andes:
los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispa de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles
Un caballo fue el primero
en los tórridos manglares.
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando de las dormidas soledades,
que pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque rafagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo, viendo, al fondo de los valles,
el fustazo de un torrente
Los caballos de los conquistadores
como el gesto de una colera salvaje,
saludó con un relincho
la sabana interminable...
y bajó, con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe ·de los cascos musicales...
¡
Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¿Y aquel otro de ancho tórax,
que la testa pone en alto, cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas, entre rocas y boscajes?
¡Es más digno de los lauros,
que los potros que galopan en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires!
Y es más digno todavía
de las Odas inmortales,
el caballo con que Soto diestramente
y tejiendo cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas
y, entre el coro de los indios, sin que nadie
haga un gesto de reproche, llega al trono de Atahualpa
y salpica con espumas las insignias imperiales...

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades;
el caballo milagroso de San Jorge
que tritura con sus cascos los dragones infernales;
el de César en las Galias;
el de Aníbal en los Alpes;
el centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre, que galopa sin cansarse
y que sueña sin dormirse
y que flechas los luceros y que corre más que el aire;
todos tienen menos alma,
menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
y entre el fleco de los anchos estandartes,
cual desfile de heroísmos coronados
bajo el peso de las férreas armaduras
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante...
En mitad de los fragores decisivos del combate,
los caballos con sus pechos
arrollaban a los indios y seguian adelante;
y así, a veces, a los gritos de ¡Santiago!
entre el humo y el fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del Apóstol a galope por los aires...

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares,
que a manera de hipogrifos desatados
o cual río que se cuelga de los Andes.
llegan todos,
empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas
a otras con tierras conquistables;
y, de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha de huracanes,
dan nerviosos un relincho tan profundo
que parece que quisiera perpetuarse...
y, en las pampas sin confines,
ven las tristes lejanías, y remontan las edades,
y se sientes atraídos por los nuevos horizontes,
se aglomeran, piafan, soplan... y se pierden al escape:
detrás de ellos una nube.
que es la nube de la gloria, se levanta por los aires...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

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